martes, 26 de diciembre de 2017

NEOLIBERALISMO



NEOLIBERALISMO
No es posible pretender aumentar el poder del mercado a expensas del debilitamiento del Estado, como pretendió irracionalmente el neoliberalismo. Esa ideología –asociada a teorías económicas y políticas aparentemente científicas– inició un verdadero asalto al Estado democrático y social que había comenzado a establecerse desde el New Deal en Estados Unidos y que se consolidó, principalmente en Europa, luego de la Segunda Guerra Mundial. Pero también el mercado fue asaltado: ante la falta de regulación, dejó de cumplir su función en la sociedad y comenzó a degradarse.
Los neoliberales probablemente dirán que la ideología dominante en los últimos 30 años –transformada en sentido común– no buscaba el debilitamiento del Estado: solo buscaba retirarlo de la esfera productiva; es decir, que dejara de ser un «Estado productor» para transformarse en un «Estado regulador». De hecho, una parte del discurso neoliberal descansaba en este argumento. Pero era un discurso vacío, un clásico discurso orwelliano en el sentido de que lo que se dice es lo opuesto a lo que se pretende significar. El papel fundamental del Estado es, de hecho, el de regulador. Pero también puede ser protector, inductor, capacitador (enabling) y, en las fases iniciales de desarrollo económico, productor. El neoliberalismo, por supuesto, no deseaba un Estado con estas últimas cualidades, pero tampoco quería un Estado regulador. El objetivo era desregular en vez de regular.
Para el neoliberalismo, el Estado debía ser un Estado «mínimo», lo que significaba al menos cuatro cosas: primero, que dejara de encargarse de la producción de determinados bienes básicos relacionados con la infraestructura económica; segundo, que desmontara el Estado social, es decir, el sistema de protección a través del cual las sociedades modernas buscan corregir la ceguera del mercado en relación con la justicia social; tercero, que dejara de inducir la inversión productiva y el desarrollo tecnológico y científico (que dejara de liderar una estrategia nacional de desarrollo); y cuarto, que dejara de regular los mercados y, sobre todo, los mercados financieros, para que se autorregularan. La propuesta más repetida fue la desregulación de los mercados. ¿Cómo era posible, entonces, hablar de un Estado regulador? Más sincero habría sido decir «Estado desregulador». Lo que se pretendía era, en efecto, un Estado débil, que convirtiera la economía en el campo de entrenamiento de las grandes empresas.
El neoliberalismo fue la ideología hegemónica desde el comienzo de la década de 1980 hasta el inicio de 2000. Fue la ideología adoptada y promovida por los gobiernos estadounidenses a partir de Ronald Reagan. Desde inicios del nuevo siglo, sin embargo, la intrínseca irracionalidad del neoliberalismo, su fracaso en promover el crecimiento económico de los países en desarrollo, su tendencia a profundizar la concentración del ingreso y a aumentar la inestabilidad macroeconómica demostrada por las continuas crisis financieras de los 90, constituyen indicadores de su agotamiento. Pero fue el crash de octubre de 2008 y la crisis actual, que obligó al Estado a intervenir fuertemente para salvar bancos, empresas y familias endeudadas, la señal definitiva del colapso de esa ideología: el fin de su hegemonía. Al final, el tan despreciado Estado era llamado para salvar al mercado. El neoliberalismo es hoy una ideología muerta. ¿Estaré siendo injusto con el neoliberalismo? Como siempre fui crítico de esta corriente, traigo a colación el testimonio de Francis Fukuyama, un conservador pero no un neoliberal que, en La construcción del Estado: gobierno y organización en el siglo XXI (2004), ensaya una fuerte crítica a la política neoliberal impulsada por EEUU en los países menos desarrollados, principalmente los africanos. En su libro, Fukuyama demuestra cómo esa política llevó al debilitamiento de los Estados y cómo un Estado débil deriva en un Estado fracasado (failed state). Por supuesto, los Estados-nación fracasados son casos límites, pero son los casos límites los que aclaran las situaciones ambiguas.
El neoliberalismo suele definirse como un liberalismo económico radical, como la ideología del Estado mínimo y de los mercados autorregulados. Estas definiciones son correctas, pero la primera presenta un problema grave. Al final, tanto el liberalismo político como el económico fueron conquistas sociales –y hubo muchas formas de liberalismo radical que no tenían nada de neoliberales–. Por lo tanto, creo que es conveniente definir el neoliberalismo comparándolo históricamente con el liberalismo. El liberalismo era, en el siglo XVIII, la ideología de una clase media burguesa en lucha contra la oligarquía de los señores de la tierra y de las armas apoyados por un Estado autocrático. Por eso, caracterizar el neoliberalismo, una ideología reaccionaria, como un liberalismo económico radical, no parece adecuado, porque el liberalismo radical del siglo XVIII o comienzos del siglo XIX era revolucionario. En rigor, el neoliberalismo es la ideología que los sectores más ricos de la sociedad utilizaron a fines del siglo XX contra los pobres y los trabajadores y contra el Estado democrático social. Es, por lo tanto, una ideología eminentemente reaccionaria. Una ideología que –apoyada en la teoría económica neoclásica de las expectativas racionales, en el nuevo institucionalismo y en las versiones más radicales de la escuela de la elección racional– montó un verdadero asalto político y teórico contra el Estado y los mercados regulados. Si comparamos estos 30 años neoliberales con los inmediatamente anteriores, veremos que, en los países ricos, las tasas de crecimiento fueron menores, la inestabilidad económico-financiera aumentó y la renta se concentró, mientras que en los países en desarrollo que aceptaron esa ideología las tasas de crecimiento resultaron insuficientes para alcanzar a los países desarrollados (catching up).
Estado
El Estado es la gran construcción institucional de las sociedades. Hegel fue el primero en comprender este hecho y en verlo como la cristalización de la razón, como el momento más alto de la racionalidad humana. Tenemos dificultades para entender esta afirmación porque en general vemos a nuestros Estados como instituciones normativas imperfectas que siempre necesitan reformas (en el sistema constitucional-legal) y como instituciones organizativas pobladas de funcionarios y políticos llenos de problemas, tanto administrativos como éticos (en el aparato del Estado o administración pública).
Pero esta diferencia entre el proyecto y la realidad no le quita al Estado su naturaleza de producto de la voluntad humana, de búsqueda mediante la racionalidad. Mientras una economía y una sociedad sin Estado son el reino de la necesidad, el Estado es el reino de la libertad y la voluntad humanas. En la economía y en la sociedad, cada uno defiende sus intereses y, solo en forma secundaria, colabora con los demás; ambas cosas se realizan de manera desordenada. No existen objetivos comunes ni hay elecciones colectivas. Por eso, cuando los economistas que se autodenominan «liberales» buscan desarrollar teorías sobre la sociedad y la economía sin considerar el Estado y la política, terminan cayendo inevitablemente en el vicio del determinismo. Un determinismo propio de las ciencias naturales, pero que atrae a los economistas en la medida en que vuelve su ciencia más «científica», aparentemente más precisa y con mayor poder de explicación. En realidad, la economía, convertida en una disciplina determinista gracias a simplificaciones radicales respecto del comportamiento humano, resulta engañosa, porque existe un elemento de libertad e imprevisibilidad en cada ser humano y porque el comportamiento social no es la mera suma de los comportamientos individuales. Reunidos en sociedad, los individuos comparten valores y creencias y construyen instituciones que cambian los patrones de comportamiento social. Es a través de la construcción del sistema constitucional-legal dotado de legitimidad y efectividad (el Estado) y a través de las demás instituciones sociales como los ciudadanos transforman su sociedad de acuerdo con esos valores.
Por lo tanto, para intentar entender la sociedad y la economía debemos considerar también el Estado, el gobierno y las demás instituciones que lo integran. Como dice Karl Polanyi, «el liberalismo económico leyó erróneamente la Revolución Industrial porque insistió en analizar los acontecimientos sociales desde el punto de vista económico», porque creyó en la «espontaneidad» del cambio social ignorando «las verdades elementales de la teoría política y la competencia para gobernar (statecraft)» . Incluso si están preocupados por sus propios intereses, los ciudadanos son libres cuando también se muestran capaces de regular la sociedad y la economía, organizar el bien común, construir su nación y su Estado; en síntesis, cuando pueden cambiar para mejor su destino. El éxito en esta tarea es, desde luego, siempre relativo, pero si creemos en el progreso podremos rechazar las visiones pesimistas y pensar que el reino de la libertad va, poco a poco, imponiéndose al reino de la necesidad, y que los hombres, a través de la construcción del Estado, van gradualmente dando forma a sociedades más prósperas, libres, justas y cuidadosas del ambiente. El Estado social –o Estado de Bienestar– que las sociedades europeas, principalmente las escandinavas, construyeron, está lejos de ser el paraíso, pero es una señal significativa del progreso alcanzado.
El Estado, como orden jurídico, es la realización concreta de la libertad y la razón humanas. Es nuestro instrumento de acción colectiva por excelencia. Pero es un instrumento imperfecto, no solo porque somos imperfectos sino porque ese «nuestro» jamás se identifica con el de todos, ni con la voluntad general de Rousseau. En cada sociedad necesitamos saber quién es el «nosotros» que construye el Estado y lo usa como instrumento para alcanzar sus objetivos. Cuando Marx y Engels, en el Manifiesto comunista, definieron el Estado como «el comité ejecutivo de la burguesía», se estaban desvinculando del Estado. Le estaban negando racionalidad y legitimidad. Y tenían razón, porque el Estado de aquella época era autoritario y liberal: afirmaba la libertad individual pero negaba la libertad política de votar y ser votado –de participar en el gobierno–. Y también tenían razón en la medida en que las dos formas mediante las cuales la sociedad se organizaba políticamente para determinar las acciones del Estado –la nación y la sociedad civil– eran ellas mismas autoritarias, en la medida en que todo el poder estaba concentrado en una burguesía emergente y una aristocracia decadente. Pero incluso en aquella época –o en aquella fase del desarrollo– la constitución de un Estado-nación pasaba también por la lucha de los pobres y de los trabajadores, ya que la burguesía en ascenso los necesitaba para alcanzar la independencia o la autonomía nacional; es decir, para formar su propio Estado-nación. Entonces, aun cuando no resultarían los más beneficiados por la construcción del Estado-nacional, los trabajadores sabían que ese sería –o podría ser– su instrumento de acción colectiva. Por eso, lucharon por la construcción del Estado y luego por la forma democrática de ese Estado. En este sentido, hay que comprender que la democracia no existe independientemente del Estado: la democracia es el régimen político basado en el derecho a la participación popular en el gobierno de un Estado. Los países más desarrollados poseen un Estado democrático y social porque no solo el propio Estado, sino también la sociedad civil y la nación se democratizaron internamente, porque la desigualdad económica y política disminuyó. En las sociedades de este tipo, los trabajadores y los pobres, aun cuando continúen teniendo menos peso que las elites, han logrado alcanzar alguna participación en la definición de los rumbos de la acción colectiva.
El Estado moderno regula los mercados desde su primera forma histórica, el Estado absoluto. Este surgió de la alianza de las oligarquías terratenientes y militares con la naciente burguesía. Poco después se constituyó el Estado liberal, una conquista de la burguesía. La democracia liberal de EEUU y la democracia social de Europa no nacieron de las elites, sino del pueblo. Las elites burguesas estaban satisfechas con el Estado liberal, con el Estado que garantizaba sus derechos civiles. Quienes pidieron participación en la política fueron los pobres y los trabajadores. De allí resultó, en un primer momento, el Estado democrático-liberal y, después de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en los países europeos, el Estado democrático social. En ese proceso de transición y consolidación democrática, al contrario de lo que sucedía con las elites oligárquicas precapitalistas que rechazaban de plano la democracia, las elites burguesas no impusieron un veto absoluto a la democratización, ya que comprendieron que podrían continuar apropiándose del excedente económico aun sin el control directo del Estado5. El Estado democrático hoy existente –ya sea en su forma puramente liberal, sea en la forma social o de bienestar más avanzada– es una conquista de los pobres, de los trabajadores y de la clase media. Y tiene siempre como uno de sus roles fundamentales la regulación de los mercados.
Mercado
El mercado es una institución más modesta que el Estado. Es un mecanismo de coordinación basado en la competencia. No contiene la definición de metas u objetivos, que van siendo definidos por los competidores durante el proceso competitivo. El mercado carece de una autoridad o un poder administrativo que defina sus metas y establezca los medios para alcanzarlas. Cada empresa y cada individuo es un competidor que toma sus propias decisiones de forma independiente. Por esas razones, el mercado es una institución maravillosa. Sin él, sería imposible coordinar los grandes y complejos sistemas económicos que produjo el capitalismo. Solo a través del mercado –y, por lo tanto, de la competencia de precios– es posible lograr una asignación razonablemente eficiente de los recursos humanos y materiales. A través de la competencia y de la tendencia a la igualdad de las tasas de ganancia, el mercado asigna los factores de producción de manera satisfactoria. Si la oferta de capital, trabajo o conocimiento en un determinado sector es menor que la demanda, los precios aumentan en el corto plazo, pero en el mediano plazo los factores de producción se redireccionan hacia esa mayor demanda y los precios vuelven a equilibrarse. Los economistas clásicos ya demostraron cómo, por medio de este mecanismo, el modelo de equilibrio parcial de Alfred Marshall se volvía aún más claro y transparente.
La libertad económica y la creatividad técnica y empresarial, cruciales para el desarrollo de las sociedades complejas, solo son compatibles con la coordinación a través del mercado. En las fases iniciales del desarrollo económico, la intervención del Estado es indispensable para la acumulación primitiva necesaria para la revolución industrial y capitalista. La industrialización de Japón, a fines del siglo XIX, fue dirigida por el Estado, pero ya en 1910 el país privatizó su industria manufacturera. La Unión Soviética y China se desarrollaron inicialmente a través de la inversión estatal. Sus dirigentes pensaban que estaban realizando una revolución socialista cuando, en realidad, estaban cumpliendo la primera fase de la revolución capitalista. La Unión Soviética fracasó en su competencia con EEUU porque su régimen estatal, orientado a construir las bases de la infraestructura económica, se reveló inadecuado para una etapa más avanzada de desarrollo económico. En América Latina, países como Brasil y México lograron establecer una amplia infraestructura económica a través de la acción directa del Estado y de las empresas estatales, pero luego trataron de abrir sus economías a la iniciativa privada y asegurar la coordinación por el mercado.
Pero esa institución maravillosa que es el mercado es también imperfecta, tanto o más que el Estado. Es imperfecta porque es ciega a los valores políticos y humanos fundamentales: la libertad, la justicia, la protección del ambiente. Es ciega, además, a la eficiencia económica que la justifica. En ciertos momentos, el mercado se vuelve increíblemente ineficiente. Esto es así especialmente en tiempos de crisis: el mercado deja de coordinar para descoordinar, para establecer el desorden. Y no podría ser de otra manera, ya que el mercado es el reino de la economía y, como ya señalamos, la economía es el reino de la necesidad, no de la libertad.
La teoría económica es la ciencia del mercado o, mejor dicho, es la ciencia del mercado regulado por el Estado. Es, por lo tanto, una economía política. Los economistas siempre se sintieron tentados a declarar su independencia en relación con el Estado. En los tiempos de Adam Smith y Thomas Malthus, esta aspiración de autonomía tenía sentido, porque el Estado mercantilista era también un Estado autocrático que muchas veces provocaba más distorsiones que correcciones en el sistema económico. Y también tenía sentido asociar a la teoría económica con el liberalismo, porque la burguesía naciente necesitaba un mayor espacio de libertad para desarrollar sus emprendimientos. Sin embargo, los economistas clásicos eran lo suficientemente realistas como para comprender que su teoría no era apenas económica, sino también política. En otras palabras, que el Estado no era un obstáculo, como afirmaría después el neoliberalismo, sino una parte integral del sistema económico.
El asalto teórico
En los últimos 30 años, una coalición entre ricos inversores y una clase media de brillantes profesionales financieros utilizó el neoliberalismo como un instrumento ideológico para su enriquecimiento. No discutiré aquí cómo esa coalición se formó, dominó inicialmente el pensamiento económico de EEUU y Gran Bretaña y cómo, poco después, se transformó en un instrumento del sector más rico de la población. Tampoco me detendré en el análisis de cómo las finanzas, tan necesarias para el buen funcionamiento de un sistema económico, se transformaron en «financierización» (un proceso de creación de riqueza financiera ficticia y de apropiación de una parte considerable de esa riqueza por financistas profesionales). Lo que interesa en esta discusión sobre el Estado y el mercado, además de establecer la relación básica de complementación y jerarquía entre esas dos instituciones, es comprender cuál fue el papel de algunas escuelas de pensamiento en ofrecer los instrumentos esenciales para el asalto neoliberal contra el Estado.
El episodio más conocido en los orígenes del neoliberalismo es la formación, en 1950, en Mont Pelerin, Suiza, bajo el liderazgo de Friedrich Hayek, del grupo de grandes intelectuales liberales, entre los que se encontraba también Karl Popper, Ludwig von Mises y Milton Friedman. Esta reunión, no obstante, fue solo un antecedente. El neoliberalismo aparecerá con toda su fuerza en la ciencia económica en 1960, en EEUU, y se expresará de forma clara en cuatro corrientes de pensamiento: la teoría económica neoclásica; el nuevo institucionalismo basado en los costos de transacción; la teoría de la elección pública (public choice); y la teoría de la elección racional (rational choice). Como veremos a continuación, esas cuatro teorías definieron una visión reduccionista del Estado y de la política. La teoría económica neoclásica buscó demostrar la inutilidad de la acción reguladora del Estado; el nuevo institucionalismo intentó transformar el Estado en un «segundo mejor» (second best) en relación con el mercado; la teoría de la elección pública transformó el Estado en una organización intrínsecamente corrupta; y las versiones más radicales de la elección racional redujeron la política a un juego de ganancias y pérdidas en el mercado.
Los economistas nunca consiguieron separar con claridad ciencia de ideología. Por eso no resulta sorprendente que los economistas ahora denominados «neoclásicos» decidieran cambiar el nombre de la ciencia económica, de «economía política» a «economía» (economics), de modo que la separación entre economía y política, entre mercado e ideología, quedara finalmente clara. Así, la economía pasaba a ser una ciencia «pura». Con ese cambio, reconocían que el campo o la esfera económica finalmente había alcanzado un razonable grado de independencia en relación con el resto de la sociedad, lo que permitía definir una ciencia aparte.
Lo que no advirtieron es que eso no justificaba una teoría económica «pura». Tampoco observaron que en realidad estaban siendo más ideológicos que nunca ya que, al pretender esa pureza, estaban escondiendo el elemento político esencial de la economía. La ciencia económica neoclásica daba un paso a ciegas hacia la ideología. Esa teoría, en la segunda mitad del siglo XX, transformó el modelo del equilibrio general de Marshall en una imagen «ideal-realista» del sistema capitalista. La teoría macroeconómica de las expectativas racionales demostró que no había necesidad de una política económica para corregir el ciclo económico. Como esa nueva macroeconomía había probado ser consistente con el equilibrio general, los modelos de crecimiento demostraron lo mismo. En todo ese gran sistema teórico, el principal criterio de verdad no era el ajuste a la realidad y la capacidad de previsión, como exige una ciencia sustantiva natural o social, sino la coherencia interna, que es el criterio propio de las ciencias metodológicas. Para hacer esto posible, el principal método utilizado ya no fue el empírico o el histórico –el método de Adam Smith y Karl Marx– sino el hipotético-deductivo7. Así, la teoría económica neoclásica se volvió una ciencia puramente hipotético-deductiva y, por eso mismo, puramente matemática, y se transformó en la demostración perfecta de cómo los mercados son o tienden a ser autorregulados. Y, por lo tanto, por qué el Estado es casi innecesario –apenas responsable de garantizar la propiedad y los contratos–.
En la década de 1970, la pérdida de dinamismo de las economías desarrolladas, la caída de las tasas de ganancia y la estanflación fueron la oportunidad perfecta para que el neoliberalismo montara su ataque al Estado social. La teoría económica neoclásica logró, tras años de keynesianismo, recuperar su papel dominante. Con sus modelos matemáticos de crecimiento y sus modelos macroeconómicos, también matemáticos, basados en las expectativas racionales, la teoría económica neoclásica volvía a «demostrar matemáticamente» el carácter autorregulado de los mercados. Milton Friedman y Robert Lucas fueron los exponentes de esa lucha exitosa por el monopolio del conocimiento legítimo durante dos décadas. Paralelamente, a partir del modelo de Franco Modigliani y Merton Miller, los economistas neoclásicos crearon una teoría financiera, según la cual los mercados son intrínsecamente eficientes y no dependen tanto del Estado como de las decisiones particulares de los administradores financieros. Este determinismo económico radical encontró su auge en los modelos de Gary Becker, en los cuales la esfera económica no solo se separó del Estado y de los demás aspectos de la vida, sino que incluso pasó a determinarlos
. Como observó Pierre Bourdieu, esa separación implicó una «revolución ética» a través de la cual «la esfera de los intercambios comerciales se separó de los otros dominios de la vida (...) y las transacciones dejaron de ser concebidas de acuerdo con el modelo de intercambios domésticos comandados por obligaciones familiares». Gary Becker había ido más allá, al reducir toda la vida personal a la economía.
Más sutil, pero igualmente radical, fue el asalto al Estado realizado por el «nuevo institucionalismo» de Ronald Coase. En vez de ignorar al Estado, esta corriente decidió recuperar las instituciones. Muchos economistas recibieron con alegría esta propuesta, que parecía inyectarle una dosis de realismo a la teoría económica. Pero el nuevo institucionalismo no tiene nada que ver con el institucionalismo histórico de la escuela alemana ni con el institucionalismo americano de John Commons y Thorstein Veblen, tan importante en las primeras décadas del siglo XX. Es un institucionalismo hipotético-deductivo, como también lo fue la teoría política del contrato social de Thomas Hobbes y los filósofos iluministas. Pero mucho más radical. Mientras que los filósofos contractualistas dedujeron el Estado de la necesidad de seguridad y de orden que solo un soberano podría ofrecer en el marco del estado de naturaleza, el nuevo institucionalismo dedujo de los costos de transacción la necesidad de todas las organizaciones, de las cuales el Estado es apenas una más. Para ello, partieron de un postulado que podría definirse como bíblico. La Biblia dice: «En el comienzo era el verbo». El nuevo institucionalismo sostiene: «En el comienzo era el mercado». Es decir, lo primero eran individuos produciendo y haciendo intercambios coordinados por el mercado. No eran los Adán y Eva míticos, ni las tribus errantes de recolectores, ni las comunidades primitivas estudiadas por la antropología, sino individuos competitivos y racionales que, además, incurrían en costos de transacción. ¿Cómo resolvieron ese problema? ¿Cómo redujeron los costos de transacción del mercado? Coase sostiene que lo hicieron mediante la creación de organizaciones, entre las cuales estaba el propio Estado. Así, la sociedad queda afuera de esta teoría, para la cual existen apenas los individuos y las organizaciones (entendidas de una manera mucho más amplia que el concepto de organización burocrática utilizado por Max Weber). Las organizaciones no nacieron de la necesidad de división del trabajo y de la cooperación –es decir, de un proceso histórico complejo– sino de la necesidad de reducir los costos de transacción. Así, el Estado antiguo no fue el resultado histórico del aumento de la productividad que generó un excedente económico y su apropiación por parte de algunos grupos más fuertes, que se revelaron capaces de imponer su ley a los demás y así coordinar en su beneficio toda la acción social, sino apenas una organización formada por burócratas y políticos para reducir los costos derivados de la realización de intercambios en el mercado. El Estado moderno no surge de la formación histórica de las naciones y de los Estados-nación, ni siquiera de un contrato, sino de la necesidad de reducir costos de transacción. Para el nuevo institucionalismo, por lo tanto, el Estado es un second best. El ideal –la forma originaria y «natural» de organizar la sociedad y la economía– es el mercado. El mercado es el origen de todo. El Estado está, por lo tanto, subordinado al mercado.
El asalto más radical al Estado, sin embargo, fue promovido por la teoría de la elección pública. Como señalamos, su propia denominación es orwelliana, ya que rechaza la idea de una ética pública. Sus principales representantes –James Buchanan y Gordon Tullock– también conciben el Estado de manera reduccionista, como una simple organización. Pero este fue solamente el primer paso que les permitió lanzar un segundo asalto al Estado. El Estado no es apenas una organización, ni siquiera una organización ineficiente. Es también una organización criminal, una organización cuyos integrantes están solo preocupados por obtener más beneficios (rent-seeking), sin ninguna consideración por el bien común o el interés de la sociedad. Finalmente, la última corriente que forma parte de este asalto al Estado es la de la elección racional. Se trata de una corriente amplia y contradictoria sobre la cual es peligroso generalizar. Su postulado más general, sin embargo, indica que la acción colectiva de los grandes grupos es ineficiente ya que se ve perjudicada por los free riders. Como no existe acción colectiva más amplia y más general en una sociedad que su Estado, este se vuelve necesariamente limitado, ineficiente e ineficaz. No importa que la experiencia histórica demuestre otra cosa. El razonamiento aquí es también hipotético-deductivo. Lo que importa es la lógica de la acción social, no su realidad. A partir de la obra de Anthony Downs, las corrientes más radicales de la teoría de la elección racional pretendieron reducir la lógica de la política a la lógica del mercado. El postulado del homo economicus, utilizado por los economistas, no es absurdo cuando alude a la acción de agentes económicos que buscan maximizar sus ganancias en sociedades capitalistas. Lo que sí es absurdo es partir de ese postulado para montar modelos desligados de la realidad, modelos hipotético-deductivos en los que el criterio de verdad no es la adaptación a la realidad y la capacidad de previsión, sino la coherencia lógica. Utilizar el concepto de homo economicus para analizar la política es contradictorio con la propia naturaleza de la política y la esfera pública: mientras la lógica del mercado es la ganancia, la de la política es el interés público o el bien común. Mientras solo se espera de un agente económico que defienda sus intereses bajo los límites de la ley, se espera mucho más de los ciudadanos y de los funcionarios. Los integrantes del Estado no son solo funcionarios públicos y políticos, son también los ciudadanos del Estado-nación; todos, además de buscar sus propios intereses, están comprometidos con el interés nacional.

Palabras finales
¿Son neoliberales todos los actores de este drama intelectual? La pregunta carece de sentido ya que en todas las ideologías existe un elemento inconsciente fundamental. La definición de neoliberalismo señalada al comienzo de este trabajo a partir de la comparación con el liberalismo es una definición radical, que solo se aplica a la gran mayoría de las personas en la medida en que es inconsciente. Mientras que el liberalismo fue una ideología revolucionaria de una clase media burguesa que luchaba contra una oligarquía y un Estado autocrático, el neoliberalismo fue una ideología reaccionaria de los ricos contra los pobres y contra el Estado democrático social. Muchos de los intelectuales que se identificaron con esas teorías no tenían esos objetivos ni se beneficiaron del neoliberalismo. Pensaban simplemente que estaban haciendo ciencia. Una ciencia que, al postular un tipo de hombre simple, permite la construcción de bellos y precisos modelos matemáticos, que después podrían ser usados para orientar con claridad la política económica. Muchos también pensaron que estaban defendiendo la moral pública al denunciar el rent-seeking de los funcionarios. En realidad, al adoptar los postulados de la teoría económica neoclásica y de la elección pública, se tendía a reducir los patrones morales. Durante el auge de la teoría económica neoclásica, se habló de transparencia en las políticas y se criticó la corrupción como nunca antes (el Banco Mundial, por ejemplo, se transformó en una especie de agencia anticorrupción), pero nunca los patrones morales de los economistas y funcionarios fueron tan bajos. No es casualidad que el último libro de John Kenneth Galbraith se llame La economía del fraude inocent.
Desde comienzos de los 80, el neoliberalismo se volvió dominante. El Estado, como ya señalamos, comenzó a ser visto como un obstáculo. La política fue identificada con la corrupción o la búsqueda deshonesta de ingresos y con el populismo económico. La teoría económica neoclásica, con el modelo del equilibrio general, la macroeconómica de las expectativas racionales y los modelos de crecimiento, se transformó en una metaideología y la justificación central de la tesis fundamental del neoliberalismo: los mercados autorregulados.
Por otra parte, la teoría de la elección pública, al reducir al Estado y sus funcionarios a la corrupción y al concebir a los ciudadanos como meros agentes económicos que solo buscan proteger sus intereses, podría haber contribuido a mejorar los patrones morales de la política. Pero el resultado fue el contrario. Al negar a hombres y mujeres la posibilidad de un comportamiento republicano más allá de la defensa de su propio interés, estas teorías legitimaron la búsqueda exclusiva del interés propio que supuestamente, bajo los límites de la ley, se transformaría en un interés general guiado por la mano invisible del mercado. Además de estar científicamente equivocados (en la medida en que los valores morales y republicanos son también poderosos motivadores del comportamiento humano), estas teorías también afirmaban la inutilidad de la educación cívica, al colocar en un segundo plano los valores morales y cívicos de los ciudadanos que, aunque no impiden la transgresión, tienden a fortalecer las instituciones.
El ataque al Estado y al mercado lanzado por el neoliberalismo puede ser pensado como parte de un ciclo, como sostuvimos en un trabajo de fines de los 80 que, aunque fue escrito cuando la nueva onda ideológica estaba llegando a su auge, nos permitió predecir su agotamiento posterior. Sin embargo, aun cuando existe un elemento cíclico en el proceso económico y político, no sería correcto reducir el problema a una cuestión de altos y bajos. Los 30 años gloriosos del capitalismo no fueron un simple proceso de estatización, y la reacción neoliberal fue mucho más radical que un reacomodo cíclico. Por ejemplo, en América Latina hubo, a mediados del siglo pasado, una fuerte intervención del Estado, pero esto correspondía a la etapa de desarrollo de los países y no a un ciclo estatista. Por otro lado, la violencia neoliberal contra el Estado no apuntó solo contra el Estado productor, sino también contra el Estado inductor del desarrollo y contra el Estado capacitador y protector de las personas. El neoliberalismo fue, en suma, una ideología creada contra la forma de Estado más avanzada hasta hoy construida, el Estado democrático social. No fue una corrección cíclica, ni corresponde a una característica necesaria del capitalismo, sino que fue su perversión.
A través del Estado, las sociedades vienen buscando regular y moldear el capitalismo en función de sus valores y sus objetivos políticos. Se ha desarrollado así un sistema combinado regulado por el Estado y por el mercado que está lejos de ser el ideal, que siempre exige correcciones, pero que ha demostrado que puede servir de instrumento para garantizar a los hombres más seguridad, más libertad, más prosperidad, más igualdad y una mejor protección del ambiente. Este proceso de construcción política fue interrumpido y revertido por el neoliberalismo, pero no hay motivos para que no pueda ser retomado.
Bibliografía
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 221, Mayo - Junio 2009, ISSN: 0251-3552

EL LIBERALISMO



El liberalismo necesario

ABSTRACT
Cuando se habla del liberalismo, todo el mundo tiene una idea aproximada de lo que se trata, pero pocas personas serían capaces de formular una definición ajustada del término. Es tradicional la dificultad de definir el liberalismo. Ni los autores han sido unánimes en su definición, ni los mismos liberales lo han intentado. No obstante, hay que señalar como elementos esenciales de las construcciones liberales la afirmación de libertad del hombre, la soberanía popular y la libertad de empresa y comercio y propiedad privada.  Con múltiples variantes e inflexiones, esos principios se han mantenido a lo largo de la historia, y sirven para definir los sistemas de corte liberal.
ARTÍCULO
Los diversos autores que estudian el liberalismo vienen a coincidir en que el liberalismo, como cualquier ideología, es un hijo de su tiempo. Igualmente, otros autores, por ese mismo argumento, sostienen que es una ideología periclitada, solo sostenida por románticos excéntricos. Sin embargo, así como es indiscutible esa vinculación en su origen a un momento histórico, el sistema de valores que permitió su nacimiento y que se moldearon como postulados políticos del liberalismo no solo no ha desaparecido, sino que se extiende cada vez con mayor fuerza por todos los países del mundo. La vitalidad de esta ideología es tal que ha sido capaz de superar, con sucesivas adaptaciones accidentales, el paso del tiempo: podemos hablar de los tiempos del liberalismo: éste es una conquista de nuestra civilización, el sistema político forjado por el hombre en su búsqueda de la libertad, el sistema político orientado a proteger al hombre de las arbitrariedades externas, que ha llegado a impregnar de forma esencial la cultura occidental. Y sería realmente llamativo que cuando más se extienden los principios e instituciones políticas de origen liberal, se sostenga que el liberalismo como sistema político esté en desaparición. Es más: no es concebible el mantenimiento de los actuales sistemas democráticos, ni la implantación de nuevas democracias, sin un pujante liberalismo. El profesor Hayek, en Camino de servidumbre, señala que el aumento del intervencionismo económico y el retroceso de la democracia y la libertad política no coinciden por pura casualidad, sino que uno y otro son consecuencia de la naturaleza de las cosas.
El liberalismo es un hijo de su tiempo. El liberalismo aparece en Europa y América en un momento determinado, porque se dan determinadas circunstancias económicas y hay una base cultural amplia en la que asentarse. Voltaire, en sus Lettres anglaises,  dice:  "el .comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos de ínglaterra, ha contribuido a hacerlos libres, y esta libertad a su vez ha dilatado el comercio, formándose así la grandeza del Estado". Para conocer precisamente esa base cultural de la época, no se puede evitar el hacer un rastreo en el nacimiento de los principios ideológicos que se terminan incardinando en el liberalismo. Desde Inglaterra, Francia y Norteamérica, se realizan diversas construcciones, filosóficas, políticas y económicas que contribuyen a formar esa base cultural en que nace el liberalismo.
Configuradores del liberalismo
En primer lugar, el propio hombre. Hace falta la afirmación de los individuos como sujetos de derechos ante el colectivo. Se trata de la filosofía griega, de las doctrinas judaicas de la responsabilidad del hombre ante un Dios por su conducta, que se plasman en el cristianismo. Sin embargo, durante mucho tiempo esas ideas estuvieron ahí, sin dar lugar al liberalismo. Ni la Antigüedad llegó a asumir plenamente esos principios, ni la Edad Media avanzó hacia el antropocentrismo. Por eso, solo cuando en el Renacimiento se redescubren los clásicos, frecuentemente por medio de autores cristianos medievales, y se extienden los estudios humanistas, poniendo al hombre como objeto de estudio: se comienzan a sentar las bases de un substrato en el que encontraremos al sujeto de la ideología.
Durante tres siglos, los filósofos van elaborando teorías con el hombre como centro y referencia (Bossuet, Pascal, Voltaire, Diderot). A veces, llegan a extremos de riguroso dogmatismo con la subordinación de toda conducta a una Razón suprema, respeto de la cual cualquier desviación es un error, y que coloca a la autoridad política como ejecutora de esa Razón ilimitadamente por encima de los hombres (Descartes). A pesar de ello, de las construcciones racionalistas surgen -en su mayoría- las bases ideológicas del liberalismo.
La noción del hombre como sujeto de derechos naturales, "la existencia de un derecho absoluto y universal a la tolerancia" (Locke), la existencia de la ley como norma suprema que vincula a todos incluido el rey (Federico 11, Bentham), la residencia de la soberanía en el pueblo (Bentham), la existencia de una moral natural o racional (Kant, Hegel), la necesidad de acabar con las intervenciones arbitrarias del poder -incluidas las intervenciones en la economía- (Hume, Adam Smith), la división de poderes del estado (Montesquieu), son principios que se van formando en los siglos xvu y XVIII. Sobre la base de esas teorías se producen las revoluciones del XVII en Inglaterra y del XVIII en América del Norte y Francia, con sus declaraciones de derechos y la quiebra del poder político existente hasta ese momento.
Es de especial incidencia en la difusión de estas ideas el cúmulo de gacetas, la Enciclopedia, los cafés, los salones, y las sociedades secretas, que durante el siglo XVIII hicieron llegar las nuevas teorías a una multitud de ciudadanos.
Sin embargo, no se trataba propiamente de liberales, sino más bien de "preliberales". El liberalismo es una formulación política del siglo siguiente, el XIX, cuando sobre ese substrato ideológico se alza el individualismo romántico. El romanticismo tuvo una primera fase de confrontación con el racionalismo, pero, a la larga, el individualismo del romanticismo llegó a ser el espíritu que animó los principios anteriores, y posibilitó el triunfo liberal y nacionalista. El liberalismo alcanza significado político y de hecho se hace presente -omnipre sente- en Europa entre 1833 y 1860. Es en ese período cuando las doctrinas formuladas en el siglo anterior alcanzan su difusión y son aplicadas.
Individuo, libertad, propiedad
La ideología o el sistema de ideas liberales, que como ya hemos dicho ni son las mismas en todos los autores ni en todos los países, ni en todos los momentos, se resume en la afirmación de la libertad del hombre como titular de derechos naturales, la soberanía popular y la libertad de mercado (contrato, competencia  y  comercio),  en  la que los individuos, buscando su interés, promueven el de la sociedad (como afirmara A. Smith en La Riqueza de las Naciones, divulgado en Europa por J.B. Say en el Tratado de Economía Política ), quedando en poder de este mercado la fijación de prioridades de producción  y la distribución de la producción.  El sistema necesariamente descansa sobre la existencia de la propiedad, nacida de que cada uno es propietario de su trabajo. Pero no cabe una existencia del liberalismo cuando se excluye alguno de esos principios: los excesos capitalistas, por ejemplo, si avasallan  los derechos del individuo o la soberanía popular, no pueden ser considerados un modelo liberal.
La libertad del individuo se ve limitada por la acción del gobierno, lo que lleva a exigir la menor intervención de este, la supresión de las medidas coercitivas de las libertades individuales y comerciales y el sometimiento de todo poder a la ley. Y en general, el ideal de la reducción del gobierno a sus mínimas dimensiones se vio aplicado. El preliberalismo -A. Smith en la obra recién citada- atribuía al Gobierno la defensa frente agresiones exteriores e interiores, y determinadas obras públicas. Una forma de limitar el gobierno es la división de poderes, una idea basada en teorías de Locke y después de Montesquieu, o la división de un mismo poder al estilo de Jefferson.
Las "pruebas" del liberalismo
A lo largo del siglo XIX se evidenciaron defectos y distorsiones producidas por la aplicación concreta de las doctrinas liberales. El Estado, a partir de 1860, volvió a crecer, estableciéndose sucesivas intervenciones en materia laboral, educacional, económicas, asistenciales, etc. Ello ha servido a quienes rro compartían las ideas liberales, para proclamar el fracaso del sistema, en vez de comprobar que es un sistema que permite correcciones.
Con frecuencia se dice que el liberalismo inicial es completamente distinto del actual en sus planteamientos políticos.  Evidentemente hay diferencias, ya que se incorporan medidas correctoras de las distorsiones, con lo que los programas políticos de liberales y no liberales se aproximan. Pero lo que distingue a un liberal de un no liberal -socialdemócratas, demócratas cristianos, centristas radicales o progresistas, etc.- dentro de esas propuestas políticas, es que para un liberal esas medidas son simples correcciones que se aplican como mal menor si hace falta, mientras que en los demás son la base de sus programas políticos, y casi principios de sus sistemas ideológicos: el ejercicio del poder para buscar el bien común y la felicidad colectiva. Quienes no son liberales confunden los resultados con los principios, y la función que atribuyen a un Estado moderno, en versión de Bertrand de Jouvenel, es la de alcanzar ciertos objetivos políticos: existe mayor preocupación por el crecimiento de la economía y la disminución del desempleo que por garantizar los derechos individuales.
Durante el siglo XIX y xx, las doctrinas socialistas, basadas en una crítica maniquea al liberalismo en general y en una crítica puntual a disfunciones concretas, junto con la pervivencia de clichés religiosos antiliberales, y la defensa y aplicación de voluntariosas teorías económicas en momentos de crisis, han conseguido que una mayoría del pueblo estime que los principios liberales están  trasnochados.  La nueva orientación de los movimientos de izquierda, en la dirección ecológica y de la solidaridad comunitaria, se basa igualmente en la critica al modelo liberal, al que se contraponen visceralmente. En España, además, el franquismo situó a los liberales entre los masones, judíos y comunistas, como elementos perturbadores de la paz y enemigos de su España. Todo ello ha hecho muy difícil, hasta hoy, la expansión de los principios liberales más allá de una minoría intelectual.
Sin embargo, no es así: una muestra de la eficacia de esa minoría liberal está reflejada en nuestra actual Constitución, en la que la influencia de los principios liberales alcanzó cotas insospechadas. Como consecuencia de la actuación doctrinal de los liberales españoles, han alcanzado rango constitucional principios como los de la soberanía, la supremacía de la ley, la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado, la igualdad ante la ley, las libertades ideológicas, religiosas y de libertad de cultos, la libertad y seguridad, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de expresión, los derechos de reunión y asociación, tutela judicial, libertad de cátedra, libertad de creación y elección de centros de enseñanza, reconocimiento y restitución de los Estatutos de los nacionalistas, y la extensión de las autonomías al resto del país. Podría parecer ahora que -por su obviedad- no habría hecho falta una acción liberal para que esos principios hubieran tenido presencia constitucional. Pero los que vivimos épocas anteriores apreciamos en su justo valor esas garantías constitucionales. Y valoramos la labor de nuestros liberales, que, sin una presencia directa en la ponencia constitucional -en la que había franquistas, republicanos, socialistas, comunistas y democrata-cristianos- lograron la Constitución de una monarquía liberal.
El futuro del liberalismo
No obstante, entiendo que la labor desarrollada no es suficiente. Si realmente queremos que los principios liberales arraiguen en una mayoría de los ciudadanos -en quienes muchos de esos conceptos ya están implantados sin que identifiquen su origen- hace falta promover las circunstancias en las que esas ideas puedan crecer. Antes que conseguir convencidos de las teorías liberales, hace falta que los posibles destinatarios tengan un adecuado substrato intelectual. Mientras no se consiga esa extensión, muchos de los principios constitucionales seguirán en espera de aplicación completa.
Las teorías socialistas están hoy en decandencia, al desaparacer el punto de referencia de la Unión Soviética; la influencia de los dogmatismos religiosos está hoy desapareciendo en Occidente, bien por su adaptación a los tiempos que corren, bien por el relativismo moral que impera; el keynesismo ha sido superado por las escuelas liberales de Chicago y Viena, en especial por la teoría de las expectativas racionales del recientemente galardonado profesor Lucas, con lo que solo queda como potencial detractor del liberalismo a largo plazo el ecologismo y el solidarismo comunitario. Ni uno ni otro tienen base científica suficiente para resistir una crítica razonada. Por lo que nos encontramos en un gran momento para conseguir la extensión de las teorías liberales.
Sin embargo, la pervivencia actual de esas ideas no siempre inspira políticas liberales. La subsistencia de clichés intervencionistas, la presión de los intereses particulares sobre los políticos, y el miedo a la pérdida de votos, lleva a los partidos de inspiración liberal a mantener e incluso seguir políticas contrarias a sus principios. Se ha llegado, en los años sesenta de nuestro siglo, a lo que Raymond Aron en sus Ensayos sobre las libertades, llamó el "conformismo actual del optimismo occidental, cuya expresión es la fórmula 'fin de las ideologías"'. Ya Ortega y Gasset, en La Rebelión de las masas, decía que "el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo. Y, como él se siente a sí mismo anónimo-vulgo, cree que el Estado es cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país cualquiera dificultad, conflicto o problema: el hombre masa tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directamente de resolverlo con sus gigantescos e incontrastables medios".
Con el tiempo, este tipo de Estado, que ha venido operando en muchos países occidentales, ha dejado de ser eficaz, incluso para lo que pretendían sus defensores. El profesor Cario Pelanda, en un artículo recientemente traducido en España (NUEVA REVISTA, nº 41, 1995), ha definido la cuestión y ha señalado dónde están los focos de resistencia.
En España tenemos recientes ejemplos de partidos nacionales o regionales, que se dicen inspirados en principios liberales, que han lanzado propuestas claramente mantenedoras de intervencionismos concretos, de economías subsidiadas, o de retornar a la limitación de horarios comerciales. Por ello, es urgente conseguir que la extensión de las ideas liberales permita disipar esas brumas que envuelven a los políticos cuando de buscar votos se trata. Hace falta que electores y gobernantes se enfrenten a la realidad de que las fáciles políticas no liberales terminan llevando a la economía a callejones sin salida y a los ciudadanos a injustificadas servidumbres. Es preciso que los políticos liberales sean capaces de asumir el riesgo empresarial de apostar por el futuro, y que en ese futuro los electores les den el beneficio de los votos.
No sería descabellado pensar que los principios  imperantes en aquellos momentos en que surgió esta ideología, en los que el liberalismo nació, y que hoy siguen siendo válidos con las adecuadas modificaciones circunstanciales, hicieran más fácil el arraigo de las ideas liberales. Por eso, si se pretenden difundir esas ideas, sería preciso reafirmar esos principios filosóficos de los que de forma natural deriva el liberalismo.
En primer lugar, hay que volver a potenciar la imagen del hombre como sujeto de derechos y como protagonista de la libertad. Hay que acostumbrar a los ciudadanos a ejercer su libertad, a reclamar  contra el poder, a resistir el aumento de los servicios públicos que van a limitar su libertad. Hay que promover la valoración del individuo, co mo sujeto de derechos, protagonista de su vida y protagonista, con los demás, de la historia. Valorar el individuo frente a la colectividad. Especialmente, hay que fomentar el espíritu de riesgo y de iniciativa, el gusto por la aventura, la competencia, etc.
En segundo lugar, se precisa que los ciudadanos estén libres de dogmatismos, no solo religiosos, sino políticos, sociales,  económicos, etc. De especial incidencia son hoy los dogmatismos ecológicos y sanitarios, campos en los que se producen afirmaciones  rotundas que provocan el temor o la ira de pacíficos ciudadanos contra algo o alguien, con supuestos oscuros intereses económicos, sin una base científica clara. Es toda una materia a la que Julián Marías podría aplicar con toda razón su pregunta: "¿y Vd. cómo lo sabe?", que desarma a cualquier doctrinario pseudocientífico.
En tercer lugar, hace falta una extensión de una moral o una ética que haga que los ciudadanos se respeten unos a otros y a las normas, sin necesidad de una amplia intervención estatal: mientras más infracciones haya, más Estado hará falta, más prevención, y menos libertad por los actos de unos y la vigilancia del otro. Hay que poner en duda la moralidad de quien solo piensa en depender de los sistemas de asistencia pública o de quien actúa en economía buscando las subvenciones.
En cuarto lugar, hace falta extender el conocimiento de la historia, para que los individuos se sientan parte de una vida común. Especialmente importante es esta materia cuando se avanza hacia unidades políticas distintas a la de los estados nacionales.
La necesidad de la educación ya era vista en por los autores preliberales. Es famosa la cita de Stuart Mill en su Autobiografía, cuando refiriéndose a su padre (John Mill, 1773-1836) dice: "tan completa era la confianza de mi padre en la influencia de la razón sobre las mentes de la humanidad, siempre que se le permita alcanzarlas, que creía que todo se habría ganado si a toda la población  se la enseñase a leer, si toda clase de opiniones pudiesen serles dirigidas por la palabra o la escritura, y si por medio del sufragio pudiesen designar una legislatura para dar cuerpo a las opiniones que adoptasen. Pensó que cuando la legislatura no representase ya más los intereses de una clase, estaría orientada al interés general, honestamente y con voluntad adecuada".
Finalmente, como en el siglo XVIII, hay que emprender una gran propaganda para hacer llegar esas ideas al mayor número de ciudadanos. Es fundamental acercarse al mundo de la educación. Pero muchas de estas ideas que es conveniente difundir no pueden esperar a la Universidad. Hay que conseguir que se extiendan en los niveles primeros de la educación. Para ello, no basta con el actual sistema educativo, en el que precisamente se están imbuyendo las ideas contrarias: gregarismo, irrelevancia del esfuerzo individual, escaso conocimiento de la historia y de los clásicos... sin influencia posible de los padres. La situación actual nos llevará, a largo plazo, a que los ciudadanos pierdan el sentido de la libertad y del valor de la democracia. Y este no es solo un problema de hoy. Como dice John Stuart Mili, en su Sobre la libertad: "confiar la instrucción pública al Estado constituye aviesa maquinación tendente a moldear la mente humana de tal manera que no exista la menor diferencia de un individuo a otro; el molde a tal efecto utilizado es el más grato al régimen político imperante, ya se trate de una monarquía, una teocracia, una aristocracia o bien la opinión pública del momento; en la medida que tal cometido se realiza con acierto y eficacia, queda entronizado un despotismo sobre la inteligencia de los humanos, que más tarde, por natural evolución, somete su imperio al cuerpo mismo de las gentes". Hoy, se necesita facilitar a los padres la elección de centro escolar: que cada centro tenga una programación propia, respetando unos mínimos, con libertad de horarios, de actividades complementarias, y con controles de nivel para fomentar el premio al esfuerzo. Por ello, es necesario el promover una profunda reforma en el sistema educativo, de tal modo que nuestros futuros ciudadanos tengan la posibilidad de ser liberales si se convencen de ello. Y ese es un primer paso para que dentro de algunos años los dirigentes políticos y los funcionarios de la administración actúen como convencidos de teorías liberales.
Porque, como decía el denostado Keynes al término de su Teoría General, "las ideas de los economistas y de los filósofos políticos, tanto cuandos son acertadas como cuando son erróneas, son más poderosas de lo que generalmente se cree. Realmente, el mundo está gobernado por poca cosa más. Los hombres prácticos, que se creen libres de toda influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto. Los locos instalados en el poder, que oyen voces en el aire, formulan ideas frenéticas tomadas de algún escritor anticuado. Estoy seguro de que el poder de los intereses creados se exagera mucho, comparado con la invasión gradual de las ideas. No, es verdad, inmediatamente, sino tras cierto intervalo; porque en el campo de la filosofía económica y política, no son muchos los influidos por nuevas teorías después de cumplir 25 ó 30 años; por lo cual no es probable que las ideas que los funcionarios y los políticos e incluso los agitadores aplican a los hechos corrientes sean las más nuevas. Pero pronto o tarde, son las ideas, no los intereses creados, las que pueden producir cambios venturosos o nefastos".
Entre todos debemos conseguir que los ciudadanos del futuro entiendan y puedan asumir los principios liberales, e incluso que la política que nos rija en los años venideros sea algo más acorde con los principios que animan a aquellos.
March 1996 - Nueva Revista número 043