NEOLIBERALISMO
No es posible pretender aumentar
el poder del mercado a expensas del debilitamiento del Estado, como pretendió
irracionalmente el neoliberalismo. Esa ideología –asociada a teorías económicas
y políticas aparentemente científicas– inició un verdadero asalto al Estado
democrático y social que había comenzado a establecerse desde el New Deal en
Estados Unidos y que se consolidó, principalmente en Europa, luego de la
Segunda Guerra Mundial. Pero también el mercado fue asaltado: ante la falta de
regulación, dejó de cumplir su función en la sociedad y comenzó a degradarse.
Los neoliberales probablemente
dirán que la ideología dominante en los últimos 30 años –transformada en
sentido común– no buscaba el debilitamiento del Estado: solo buscaba retirarlo
de la esfera productiva; es decir, que dejara de ser un «Estado productor» para
transformarse en un «Estado regulador». De hecho, una parte del discurso
neoliberal descansaba en este argumento. Pero era un discurso vacío, un clásico
discurso orwelliano en el sentido de que lo que se dice es lo opuesto a lo que
se pretende significar. El papel fundamental del Estado es, de hecho, el de
regulador. Pero también puede ser protector, inductor, capacitador (enabling)
y, en las fases iniciales de desarrollo económico, productor. El
neoliberalismo, por supuesto, no deseaba un Estado con estas últimas
cualidades, pero tampoco quería un Estado regulador. El objetivo era desregular
en vez de regular.
Para el neoliberalismo, el Estado
debía ser un Estado «mínimo», lo que significaba al menos cuatro cosas: primero,
que dejara de encargarse de la producción de determinados bienes básicos
relacionados con la infraestructura económica; segundo, que desmontara el
Estado social, es decir, el sistema de protección a través del cual las
sociedades modernas buscan corregir la ceguera del mercado en relación con la
justicia social; tercero, que dejara de inducir la inversión productiva y el
desarrollo tecnológico y científico (que dejara de liderar una estrategia
nacional de desarrollo); y cuarto, que dejara de regular los mercados y, sobre
todo, los mercados financieros, para que se autorregularan. La propuesta más
repetida fue la desregulación de los mercados. ¿Cómo era posible,
entonces, hablar de un Estado regulador? Más sincero habría sido decir «Estado
desregulador». Lo que se pretendía era, en efecto, un Estado débil, que
convirtiera la economía en el campo de entrenamiento de las grandes empresas.
El neoliberalismo fue la
ideología hegemónica desde el comienzo de la década de 1980 hasta el inicio de
2000. Fue la ideología adoptada y promovida por los gobiernos estadounidenses a
partir de Ronald Reagan. Desde inicios del nuevo siglo, sin embargo, la
intrínseca irracionalidad del neoliberalismo, su fracaso en promover el
crecimiento económico de los países en desarrollo, su tendencia a profundizar
la concentración del ingreso y a aumentar la inestabilidad macroeconómica
demostrada por las continuas crisis financieras de los 90, constituyen
indicadores de su agotamiento. Pero fue el crash de octubre de 2008 y la
crisis actual, que obligó al Estado a intervenir fuertemente para salvar
bancos, empresas y familias endeudadas, la señal definitiva del colapso de esa
ideología: el fin de su hegemonía. Al final, el tan despreciado Estado era
llamado para salvar al mercado. El neoliberalismo es hoy una ideología muerta.
¿Estaré siendo injusto con el neoliberalismo? Como siempre fui crítico de esta
corriente, traigo a colación el testimonio de Francis Fukuyama, un conservador
pero no un neoliberal que, en La construcción del Estado: gobierno y
organización en el siglo XXI (2004), ensaya una fuerte
crítica a la política neoliberal impulsada por EEUU en los países menos
desarrollados, principalmente los africanos. En su libro, Fukuyama demuestra
cómo esa política llevó al debilitamiento de los Estados y cómo un Estado débil
deriva en un Estado fracasado (failed state).
Por supuesto, los Estados-nación fracasados son casos límites, pero son los
casos límites los que aclaran las situaciones ambiguas.
El neoliberalismo suele definirse
como un liberalismo económico radical, como la ideología del Estado mínimo y de
los mercados autorregulados. Estas definiciones son correctas, pero la primera
presenta un problema grave. Al final, tanto el liberalismo político como el
económico fueron conquistas sociales –y hubo muchas formas de liberalismo
radical que no tenían nada de neoliberales–.
Por lo tanto, creo que es conveniente definir el neoliberalismo comparándolo
históricamente con el liberalismo. El liberalismo era, en el siglo XVIII, la
ideología de una clase media burguesa en lucha contra la oligarquía de los
señores de la tierra y de las armas apoyados por un Estado autocrático. Por
eso, caracterizar el neoliberalismo, una ideología reaccionaria, como un
liberalismo económico radical, no parece adecuado, porque el liberalismo
radical del siglo XVIII o comienzos del siglo XIX era revolucionario. En rigor,
el neoliberalismo es la ideología que los sectores más ricos de la sociedad
utilizaron a fines del siglo XX contra los pobres y los trabajadores y contra
el Estado democrático social. Es, por lo tanto, una ideología eminentemente
reaccionaria. Una ideología que –apoyada en la teoría económica neoclásica de
las expectativas racionales, en el nuevo institucionalismo y en las versiones
más radicales de la escuela de la elección racional– montó un verdadero asalto
político y teórico contra el Estado y los mercados regulados. Si comparamos
estos 30 años neoliberales con los inmediatamente anteriores, veremos que, en
los países ricos, las tasas de crecimiento fueron menores, la inestabilidad
económico-financiera aumentó y la renta se concentró, mientras que en los
países en desarrollo que aceptaron esa ideología las tasas de crecimiento
resultaron insuficientes para alcanzar a los países desarrollados (catching
up).
Estado
El Estado es la gran construcción
institucional de las sociedades. Hegel fue el primero en comprender este hecho
y en verlo como la cristalización de la razón, como el momento más alto de la
racionalidad humana. Tenemos dificultades para entender esta afirmación porque
en general vemos a nuestros Estados como instituciones normativas imperfectas
que siempre necesitan reformas (en el sistema constitucional-legal) y como
instituciones organizativas pobladas de funcionarios y políticos llenos de
problemas, tanto administrativos como éticos (en el aparato del Estado o
administración pública).
Pero esta diferencia entre el
proyecto y la realidad no le quita al Estado su naturaleza de producto de la
voluntad humana, de búsqueda mediante la racionalidad. Mientras una economía y
una sociedad sin Estado son el reino de la necesidad, el Estado es el reino de
la libertad y la voluntad humanas. En la economía y en la sociedad, cada uno
defiende sus intereses y, solo en forma secundaria, colabora con los demás;
ambas cosas se realizan de manera desordenada. No existen objetivos comunes ni
hay elecciones colectivas. Por eso, cuando los economistas que se autodenominan
«liberales» buscan desarrollar teorías sobre la sociedad y la economía sin
considerar el Estado y la política, terminan cayendo inevitablemente en el
vicio del determinismo. Un determinismo propio de las ciencias naturales, pero
que atrae a los economistas en la medida en que vuelve su ciencia más «científica»,
aparentemente más precisa y con mayor poder de explicación. En realidad, la
economía, convertida en una disciplina determinista gracias a simplificaciones
radicales respecto del comportamiento humano, resulta engañosa, porque existe
un elemento de libertad e imprevisibilidad en cada ser humano y porque el
comportamiento social no es la mera suma de los comportamientos individuales.
Reunidos en sociedad, los individuos comparten valores y creencias y construyen
instituciones que cambian los patrones de comportamiento social. Es a través de
la construcción del sistema constitucional-legal dotado de legitimidad y
efectividad (el Estado) y a través de las demás instituciones sociales como los
ciudadanos transforman su sociedad de acuerdo con esos valores.
Por lo tanto, para intentar
entender la sociedad y la economía debemos considerar también el Estado, el
gobierno y las demás instituciones que lo integran. Como dice Karl Polanyi, «el
liberalismo económico leyó erróneamente la Revolución Industrial porque
insistió en analizar los acontecimientos sociales desde el punto de vista
económico», porque creyó en la «espontaneidad» del cambio social ignorando «las
verdades elementales de la teoría política y la competencia para gobernar (statecraft)» . Incluso si están preocupados
por sus propios intereses, los ciudadanos son libres cuando también se muestran
capaces de regular la sociedad y la economía, organizar el bien común,
construir su nación y su Estado; en síntesis, cuando pueden cambiar para mejor
su destino. El éxito en esta tarea es, desde luego, siempre relativo, pero si
creemos en el progreso podremos rechazar las visiones pesimistas y pensar que
el reino de la libertad va, poco a poco, imponiéndose al reino de la necesidad,
y que los hombres, a través de la construcción del Estado, van gradualmente
dando forma a sociedades más prósperas, libres, justas y cuidadosas del ambiente.
El Estado social –o Estado de Bienestar– que las sociedades europeas,
principalmente las escandinavas, construyeron, está lejos de ser el paraíso,
pero es una señal significativa del progreso alcanzado.
El Estado, como orden jurídico,
es la realización concreta de la libertad y la razón humanas. Es nuestro
instrumento de acción colectiva por excelencia. Pero es un instrumento
imperfecto, no solo porque somos imperfectos sino porque ese «nuestro» jamás se
identifica con el de todos, ni con la voluntad general de Rousseau. En cada
sociedad necesitamos saber quién es el «nosotros» que construye el Estado y lo
usa como instrumento para alcanzar sus objetivos. Cuando Marx y Engels, en el Manifiesto
comunista, definieron el Estado como «el comité ejecutivo de la burguesía»,
se estaban desvinculando del Estado. Le estaban negando racionalidad y
legitimidad. Y tenían razón, porque el Estado de aquella época era autoritario
y liberal: afirmaba la libertad individual pero negaba la libertad política de
votar y ser votado –de participar en el gobierno–. Y también tenían razón en la
medida en que las dos formas mediante las cuales la sociedad se organizaba
políticamente para determinar las acciones del Estado –la nación y la sociedad
civil– eran ellas mismas autoritarias, en la medida en que todo el poder estaba
concentrado en una burguesía emergente y una aristocracia decadente. Pero
incluso en aquella época –o en aquella fase del desarrollo– la constitución de
un Estado-nación pasaba también por la lucha de los pobres y de los
trabajadores, ya que la burguesía en ascenso los necesitaba para alcanzar la
independencia o la autonomía nacional; es decir, para formar su propio
Estado-nación. Entonces, aun cuando no resultarían los más beneficiados por la
construcción del Estado-nacional, los trabajadores sabían que ese sería –o
podría ser– su instrumento de acción colectiva. Por eso, lucharon por la
construcción del Estado y luego por la forma democrática de ese Estado. En este
sentido, hay que comprender que la democracia no existe independientemente del
Estado: la democracia es el régimen político basado en el derecho a la
participación popular en el gobierno de un Estado. Los países más desarrollados
poseen un Estado democrático y social porque no solo el propio Estado, sino
también la sociedad civil y la nación se democratizaron internamente, porque la
desigualdad económica y política disminuyó. En las sociedades de este tipo, los
trabajadores y los pobres, aun cuando continúen teniendo menos peso que las
elites, han logrado alcanzar alguna participación en la definición de los
rumbos de la acción colectiva.
El Estado moderno regula los
mercados desde su primera forma histórica, el Estado absoluto. Este surgió de
la alianza de las oligarquías terratenientes y militares con la naciente
burguesía. Poco después se constituyó el Estado liberal, una conquista de la
burguesía. La democracia liberal de EEUU y la democracia social de Europa no
nacieron de las elites, sino del pueblo. Las elites burguesas estaban
satisfechas con el Estado liberal, con el Estado que garantizaba sus derechos
civiles. Quienes pidieron participación en la política fueron los pobres y los
trabajadores. De allí resultó, en un primer momento, el Estado
democrático-liberal y, después de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en los
países europeos, el Estado democrático social. En ese proceso de transición y
consolidación democrática, al contrario de lo que sucedía con las elites
oligárquicas precapitalistas que rechazaban de plano la democracia, las elites burguesas
no impusieron un veto absoluto a la democratización, ya que comprendieron que
podrían continuar apropiándose del excedente económico aun sin el control
directo del Estado5.
El Estado democrático hoy existente –ya sea en su forma puramente liberal, sea
en la forma social o de bienestar más avanzada– es una conquista de los pobres,
de los trabajadores y de la clase media. Y tiene siempre como uno de sus roles
fundamentales la regulación de los mercados.
Mercado
El mercado es una institución más
modesta que el Estado. Es un mecanismo de coordinación basado en la
competencia. No contiene la definición de metas u objetivos, que van siendo
definidos por los competidores durante el proceso competitivo. El mercado
carece de una autoridad o un poder administrativo que defina sus metas y
establezca los medios para alcanzarlas. Cada empresa y cada individuo es un competidor
que toma sus propias decisiones de forma independiente. Por esas razones, el
mercado es una institución maravillosa. Sin él, sería imposible coordinar los
grandes y complejos sistemas económicos que produjo el capitalismo. Solo a
través del mercado –y, por lo tanto, de la competencia de precios– es posible
lograr una asignación razonablemente eficiente de los recursos humanos y
materiales. A través de la competencia y de la tendencia a la igualdad de las
tasas de ganancia, el mercado asigna los factores de producción de manera
satisfactoria. Si la oferta de capital, trabajo o conocimiento en un
determinado sector es menor que la demanda, los precios aumentan en el corto
plazo, pero en el mediano plazo los factores de producción se redireccionan hacia
esa mayor demanda y los precios vuelven a equilibrarse. Los economistas
clásicos ya demostraron cómo, por medio de este mecanismo, el modelo de
equilibrio parcial de Alfred Marshall se volvía aún más claro y transparente.
La libertad económica y la creatividad
técnica y empresarial, cruciales para el desarrollo de las sociedades
complejas, solo son compatibles con la coordinación a través del mercado. En
las fases iniciales del desarrollo económico, la intervención del Estado es
indispensable para la acumulación primitiva necesaria para la revolución
industrial y capitalista. La industrialización de Japón, a fines del siglo XIX,
fue dirigida por el Estado, pero ya en 1910 el país privatizó su industria
manufacturera. La Unión Soviética y China se desarrollaron inicialmente a
través de la inversión estatal. Sus dirigentes pensaban que estaban realizando
una revolución socialista cuando, en realidad, estaban cumpliendo la primera
fase de la revolución capitalista. La Unión Soviética fracasó en su competencia
con EEUU porque su régimen estatal, orientado a construir las bases de la
infraestructura económica, se reveló inadecuado para una etapa más avanzada de
desarrollo económico. En América Latina, países como Brasil y México lograron
establecer una amplia infraestructura económica a través de la acción directa
del Estado y de las empresas estatales, pero luego trataron de abrir sus
economías a la iniciativa privada y asegurar la coordinación por el mercado.
Pero esa institución maravillosa
que es el mercado es también imperfecta, tanto o más que el Estado. Es
imperfecta porque es ciega a los valores políticos y humanos fundamentales: la
libertad, la justicia, la protección del ambiente. Es ciega, además, a la
eficiencia económica que la justifica. En ciertos momentos, el mercado se
vuelve increíblemente ineficiente. Esto es así especialmente en tiempos de
crisis: el mercado deja de coordinar para descoordinar, para establecer el
desorden. Y no podría ser de otra manera, ya que el mercado es el reino de la
economía y, como ya señalamos, la economía es el reino de la necesidad, no de
la libertad.
La teoría económica es la ciencia
del mercado o, mejor dicho, es la ciencia del mercado regulado por el Estado.
Es, por lo tanto, una economía política. Los economistas siempre se sintieron
tentados a declarar su independencia en relación con el Estado. En los tiempos
de Adam Smith y Thomas Malthus, esta aspiración de autonomía tenía sentido,
porque el Estado mercantilista era también un Estado autocrático que muchas
veces provocaba más distorsiones que correcciones en el sistema económico. Y
también tenía sentido asociar a la teoría económica con el liberalismo, porque
la burguesía naciente necesitaba un mayor espacio de libertad para desarrollar
sus emprendimientos. Sin embargo, los economistas clásicos eran lo
suficientemente realistas como para comprender que su teoría no era apenas
económica, sino también política. En otras palabras, que el Estado no era un
obstáculo, como afirmaría después el neoliberalismo, sino una parte integral
del sistema económico.
El asalto teórico
En los últimos 30 años, una
coalición entre ricos inversores y una clase media de brillantes profesionales
financieros utilizó el neoliberalismo como un instrumento ideológico para su
enriquecimiento. No discutiré aquí cómo esa coalición se formó, dominó
inicialmente el pensamiento económico de EEUU y Gran Bretaña y cómo, poco
después, se transformó en un instrumento del sector más rico de la población.
Tampoco me detendré en el análisis de cómo las finanzas, tan necesarias para el
buen funcionamiento de un sistema económico, se transformaron en
«financierización» (un proceso de creación de riqueza financiera ficticia y de
apropiación de una parte considerable de esa riqueza por financistas
profesionales). Lo que interesa en esta discusión sobre el Estado y el mercado,
además de establecer la relación básica de complementación y jerarquía entre
esas dos instituciones, es comprender cuál fue el papel de algunas escuelas de
pensamiento en ofrecer los instrumentos esenciales para el asalto neoliberal
contra el Estado.
El episodio más conocido en los
orígenes del neoliberalismo es la formación, en 1950, en Mont Pelerin, Suiza,
bajo el liderazgo de Friedrich Hayek, del grupo de grandes intelectuales
liberales, entre los que se encontraba también Karl Popper, Ludwig von Mises y
Milton Friedman. Esta reunión, no obstante, fue solo un antecedente. El
neoliberalismo aparecerá con toda su fuerza en la ciencia económica en 1960, en
EEUU, y se expresará de forma clara en cuatro corrientes de pensamiento: la
teoría económica neoclásica; el nuevo institucionalismo basado en los costos de
transacción; la teoría de la elección pública (public choice); y la
teoría de la elección racional (rational choice). Como veremos a continuación,
esas cuatro teorías definieron una visión reduccionista del Estado y de la
política. La teoría económica neoclásica buscó demostrar la inutilidad de la
acción reguladora del Estado; el nuevo institucionalismo intentó transformar el
Estado en un «segundo mejor» (second best) en relación con el
mercado; la teoría de la elección pública transformó el Estado en una
organización intrínsecamente corrupta; y las versiones más radicales de la
elección racional redujeron la política a un juego de ganancias y pérdidas en
el mercado.
Los economistas nunca
consiguieron separar con claridad ciencia de ideología. Por eso no resulta
sorprendente que los economistas ahora denominados «neoclásicos» decidieran
cambiar el nombre de la ciencia económica, de «economía política» a «economía»
(economics), de modo que la separación entre economía y política,
entre mercado e ideología, quedara finalmente clara. Así, la economía pasaba a
ser una ciencia «pura». Con ese cambio, reconocían que el campo o la esfera
económica finalmente había alcanzado un razonable grado de independencia en
relación con el resto de la sociedad, lo que permitía definir una ciencia
aparte.
Lo que no advirtieron es que eso
no justificaba una teoría económica «pura». Tampoco observaron que en realidad estaban
siendo más ideológicos que nunca ya que, al pretender esa pureza, estaban
escondiendo el elemento político esencial de la economía. La ciencia económica
neoclásica daba un paso a ciegas hacia la ideología. Esa teoría, en la segunda
mitad del siglo XX, transformó el modelo del equilibrio general de Marshall en
una imagen «ideal-realista» del sistema capitalista.
La teoría macroeconómica de las expectativas racionales demostró que no había
necesidad de una política económica para corregir el ciclo económico. Como esa
nueva macroeconomía había probado ser consistente con el equilibrio general,
los modelos de crecimiento demostraron lo mismo. En todo ese gran sistema
teórico, el principal criterio de verdad no era el ajuste a la realidad y la
capacidad de previsión, como exige una ciencia sustantiva natural o social,
sino la coherencia interna, que es el criterio propio de las ciencias
metodológicas. Para hacer esto posible, el principal método utilizado ya no fue
el empírico o el histórico –el método de Adam Smith y Karl Marx– sino el
hipotético-deductivo7.
Así, la teoría económica neoclásica se volvió una ciencia puramente
hipotético-deductiva y, por eso mismo, puramente matemática, y se transformó en
la demostración perfecta de cómo los mercados son o tienden a ser
autorregulados. Y, por lo tanto, por qué el Estado es casi innecesario –apenas
responsable de garantizar la propiedad y los contratos–.
En la década de 1970, la pérdida
de dinamismo de las economías desarrolladas, la caída de las tasas de ganancia
y la estanflación fueron la oportunidad perfecta para que el neoliberalismo
montara su ataque al Estado social. La teoría económica neoclásica logró, tras
años de keynesianismo, recuperar su papel dominante. Con sus modelos
matemáticos de crecimiento y sus modelos macroeconómicos, también matemáticos,
basados en las expectativas racionales, la teoría económica neoclásica volvía a
«demostrar matemáticamente» el carácter autorregulado de los mercados. Milton
Friedman y Robert Lucas fueron los exponentes de esa lucha exitosa por el
monopolio del conocimiento legítimo durante dos décadas. Paralelamente, a
partir del modelo de Franco Modigliani y Merton Miller,
los economistas neoclásicos crearon una teoría financiera, según la cual los
mercados son intrínsecamente eficientes y no dependen tanto del Estado como de
las decisiones particulares de los administradores financieros. Este
determinismo económico radical encontró su auge en los modelos de Gary Becker,
en los cuales la esfera económica no solo se separó del Estado y de los demás
aspectos de la vida, sino que incluso pasó a determinarlos
.
Como observó Pierre Bourdieu,
esa separación implicó una «revolución ética» a través de la cual «la esfera de
los intercambios comerciales se separó de los otros dominios de la vida (...) y
las transacciones dejaron de ser concebidas de acuerdo con el modelo de
intercambios domésticos comandados por obligaciones familiares». Gary Becker
había ido más allá, al reducir toda la vida personal a la economía.
Más sutil, pero igualmente
radical, fue el asalto al Estado realizado por el «nuevo institucionalismo» de
Ronald Coase. En vez de ignorar al Estado, esta corriente decidió recuperar las
instituciones. Muchos economistas recibieron con alegría esta propuesta, que
parecía inyectarle una dosis de realismo a la teoría económica. Pero el nuevo
institucionalismo no tiene nada que ver con el institucionalismo histórico de
la escuela alemana ni con el institucionalismo americano de John Commons y
Thorstein Veblen, tan importante en las primeras décadas del siglo XX. Es un
institucionalismo hipotético-deductivo, como también lo fue la teoría política
del contrato social de Thomas Hobbes y los filósofos iluministas. Pero mucho
más radical. Mientras que los filósofos contractualistas dedujeron el Estado de
la necesidad de seguridad y de orden que solo un soberano podría ofrecer en el
marco del estado de naturaleza, el nuevo institucionalismo dedujo de los costos
de transacción la necesidad de todas las organizaciones, de las cuales el
Estado es apenas una más. Para ello, partieron de un postulado que podría
definirse como bíblico. La Biblia dice: «En el comienzo era el verbo». El nuevo
institucionalismo sostiene: «En el comienzo era el mercado». Es decir, lo
primero eran individuos produciendo y haciendo intercambios coordinados por el
mercado. No eran los Adán y Eva míticos, ni las tribus errantes de
recolectores, ni las comunidades primitivas estudiadas por la antropología,
sino individuos competitivos y racionales que, además, incurrían en costos de
transacción. ¿Cómo resolvieron ese problema? ¿Cómo redujeron los costos de
transacción del mercado? Coase sostiene que lo hicieron mediante la creación de
organizaciones, entre las cuales estaba el propio Estado. Así, la sociedad
queda afuera de esta teoría, para la cual existen apenas los individuos y las
organizaciones (entendidas de una manera mucho más amplia que el concepto de
organización burocrática utilizado por Max Weber). Las organizaciones no
nacieron de la necesidad de división del trabajo y de la cooperación –es decir,
de un proceso histórico complejo– sino de la necesidad de reducir los costos de
transacción. Así, el Estado antiguo no fue el resultado histórico del aumento
de la productividad que generó un excedente económico y su apropiación por
parte de algunos grupos más fuertes, que se revelaron capaces de imponer su ley
a los demás y así coordinar en su beneficio toda la acción social, sino apenas
una organización formada por burócratas y políticos para reducir los costos
derivados de la realización de intercambios en el mercado. El Estado moderno no
surge de la formación histórica de las naciones y de los Estados-nación, ni
siquiera de un contrato, sino de la necesidad de reducir costos de transacción.
Para el nuevo institucionalismo, por lo tanto, el Estado es un second best. El
ideal –la forma originaria y «natural» de organizar la sociedad y la economía–
es el mercado. El mercado es el origen de todo. El Estado está, por lo tanto,
subordinado al mercado.
El asalto más radical al Estado,
sin embargo, fue promovido por la teoría de la elección pública. Como
señalamos, su propia denominación es orwelliana, ya que rechaza la idea de una
ética pública. Sus principales representantes –James Buchanan y Gordon Tullock–
también conciben el Estado de manera reduccionista, como una simple
organización. Pero este fue solamente el primer paso que les permitió lanzar un
segundo asalto al Estado. El Estado no es apenas una organización, ni siquiera
una organización ineficiente. Es también una organización criminal, una organización
cuyos integrantes están solo preocupados por obtener más beneficios (rent-seeking),
sin ninguna consideración por el bien común o el interés de la sociedad.
Finalmente, la última corriente que forma parte de este asalto al Estado es la
de la elección racional. Se trata de una corriente amplia y contradictoria
sobre la cual es peligroso generalizar. Su postulado más general, sin embargo,
indica que la acción colectiva de los grandes grupos es ineficiente ya que se
ve perjudicada por los free riders. Como no existe acción colectiva más
amplia y más general en una sociedad que su Estado, este se vuelve
necesariamente limitado, ineficiente e ineficaz. No importa que la experiencia
histórica demuestre otra cosa. El razonamiento aquí es también hipotético-deductivo.
Lo que importa es la lógica de la acción social, no su realidad. A partir de la
obra de Anthony Downs,
las corrientes más radicales de la teoría de la elección racional pretendieron
reducir la lógica de la política a la lógica del mercado. El postulado del homo
economicus, utilizado por los economistas, no es absurdo cuando alude a la
acción de agentes económicos que buscan maximizar sus ganancias en sociedades
capitalistas. Lo que sí es absurdo es partir de ese postulado para montar
modelos desligados de la realidad, modelos hipotético-deductivos en los que el
criterio de verdad no es la adaptación a la realidad y la capacidad de
previsión, sino la coherencia lógica. Utilizar el concepto de homo
economicus para analizar la política es contradictorio con la propia
naturaleza de la política y la esfera pública: mientras la lógica del mercado
es la ganancia, la de la política es el interés público o el bien común.
Mientras solo se espera de un agente económico que defienda sus intereses bajo
los límites de la ley, se espera mucho más de los ciudadanos y de los
funcionarios. Los integrantes del Estado no son solo funcionarios públicos y
políticos, son también los ciudadanos del Estado-nación; todos, además de
buscar sus propios intereses, están comprometidos con el interés nacional.
Palabras finales
¿Son neoliberales todos los
actores de este drama intelectual? La pregunta carece de sentido ya que en
todas las ideologías existe un elemento inconsciente fundamental. La definición
de neoliberalismo señalada al comienzo de este trabajo a partir de la
comparación con el liberalismo es una definición radical, que solo se aplica a
la gran mayoría de las personas en la medida en que es inconsciente. Mientras
que el liberalismo fue una ideología revolucionaria de una clase media burguesa
que luchaba contra una oligarquía y un Estado autocrático, el neoliberalismo
fue una ideología reaccionaria de los ricos contra los pobres y contra el
Estado democrático social. Muchos de los intelectuales que se identificaron con
esas teorías no tenían esos objetivos ni se beneficiaron del neoliberalismo.
Pensaban simplemente que estaban haciendo ciencia. Una ciencia que, al postular
un tipo de hombre simple, permite la construcción de bellos y precisos modelos
matemáticos, que después podrían ser usados para orientar con claridad la
política económica. Muchos también pensaron que estaban defendiendo la moral
pública al denunciar el rent-seeking de los funcionarios. En realidad,
al adoptar los postulados de la teoría económica neoclásica y de la elección
pública, se tendía a reducir los patrones morales. Durante el auge de la teoría
económica neoclásica, se habló de transparencia en las políticas y se criticó
la corrupción como nunca antes (el Banco Mundial, por ejemplo, se transformó en
una especie de agencia anticorrupción), pero nunca los patrones morales de los economistas
y funcionarios fueron tan bajos. No es casualidad que el último libro de John
Kenneth Galbraith se llame La economía del fraude inocent.
Desde comienzos de los 80, el
neoliberalismo se volvió dominante. El Estado, como ya señalamos, comenzó a ser
visto como un obstáculo. La política fue identificada con la corrupción o la
búsqueda deshonesta de ingresos y con el populismo económico. La teoría
económica neoclásica, con el modelo del equilibrio general, la macroeconómica
de las expectativas racionales y los modelos de crecimiento, se transformó en
una metaideología y la justificación central de la tesis fundamental del neoliberalismo:
los mercados autorregulados.
Por otra parte, la teoría de la
elección pública, al reducir al Estado y sus funcionarios a la corrupción y al
concebir a los ciudadanos como meros agentes económicos que solo buscan
proteger sus intereses, podría haber contribuido a mejorar los patrones morales
de la política. Pero el resultado fue el contrario. Al negar a hombres y
mujeres la posibilidad de un comportamiento republicano más allá de la defensa
de su propio interés, estas teorías legitimaron la búsqueda exclusiva del
interés propio que supuestamente, bajo los límites de la ley, se transformaría
en un interés general guiado por la mano invisible del mercado. Además de estar
científicamente equivocados (en la medida en que los valores morales y republicanos
son también poderosos motivadores del comportamiento humano), estas teorías
también afirmaban la inutilidad de la educación cívica, al colocar en un
segundo plano los valores morales y cívicos de los ciudadanos que, aunque no
impiden la transgresión, tienden a fortalecer las instituciones.
El ataque al Estado y al mercado
lanzado por el neoliberalismo puede ser pensado como parte de un ciclo, como
sostuvimos en un trabajo de fines de los 80 que, aunque fue escrito cuando la
nueva onda ideológica estaba llegando a su auge, nos permitió predecir su
agotamiento posterior.
Sin embargo, aun cuando existe un elemento cíclico en el proceso económico y
político, no sería correcto reducir el problema a una cuestión de altos y
bajos. Los 30 años gloriosos del capitalismo no fueron un simple proceso de
estatización, y la reacción neoliberal fue mucho más radical que un reacomodo
cíclico. Por ejemplo, en América Latina hubo, a mediados del siglo pasado, una
fuerte intervención del Estado, pero esto correspondía a la etapa de desarrollo
de los países y no a un ciclo estatista. Por otro lado, la violencia neoliberal
contra el Estado no apuntó solo contra el Estado productor, sino también contra
el Estado inductor del desarrollo y contra el Estado capacitador y protector de
las personas. El neoliberalismo fue, en suma, una ideología creada contra la
forma de Estado más avanzada hasta hoy construida, el Estado democrático
social. No fue una corrección cíclica, ni corresponde a una característica
necesaria del capitalismo, sino que fue su perversión.
A través del Estado, las
sociedades vienen buscando regular y moldear el capitalismo en función de sus
valores y sus objetivos políticos. Se ha desarrollado así un sistema combinado
regulado por el Estado y por el mercado que está lejos de ser el ideal, que
siempre exige correcciones, pero que ha demostrado que puede servir de
instrumento para garantizar a los hombres más seguridad, más libertad, más
prosperidad, más igualdad y una mejor protección del ambiente. Este proceso de
construcción política fue interrumpido y revertido por el neoliberalismo, pero
no hay motivos para que no pueda ser retomado.
Bibliografía
Este artículo es copia fiel del
publicado en la revista Nueva
Sociedad 221, Mayo - Junio 2009, ISSN: 0251-3552